LA TRADICIÓN DE UNA MALA REPUTACIÓN

AQUÍ LA HISTORIA DE UNO DE LOS RINCONES PREFERIDOS DE WILLIAM BURROUGHS, QUE VINO A NUESTRO PAÍS HUYENDO DE UN JUICIO POR NARCOTRÁFICO Y SE ENFRENTÓ AQUÍ A OTRO POR ASESINATO.
Al atravesar sus puertas abatibles se puede entrar en otras épocas. La atmósfera decadente de su barra Art Nouveau, sus gabinetes lustrosos y sus espejos dan la sensación de un bar como esos en los que se reunían los poetas malditos del XIX. También provoca el presentimiento de que en cualquier instante, acodado en una esquina de la barra, un tipo de gabardina y sombrero va a encender el segundo Chesterfield mientras espera a su soplón.
POR JORGE ARTURO BORJA @jaborjal50
De las cantinas del centro de la Ciudad de México, el Tío Pepe es una de las más literarias. Se dice que abrió sus puertas en 1878 en la esquina de Independencia y Dolores, antes de que ahí se asentara el Barrio Chino. En principio se llamó La Oriental y después, Habana. Vecina de casinos clandestinos y fumaderos de opio, tenía tan mala reputación que Federico Gamboa ya la mencionaba en su novela La llaga (1913), como uno de los puntos de arranque donde cualquier capitalino podía iniciar su camino hacia la perdición: “Carraspeando al unísono, gracias a la escocedura del aguardiente crudo, por mitad de la estrecha calle de Dolores volvieron a emprenderla, quieras que no, distraídos con la típica fisonomía del rumbo, repleto de marchantes; el diluvio de figones, chirriando y apestando la atmósfera, los fritos de sus puertas; sinnúmero de «emborrachadurías» baratas y colmadas de bebedores, transpirando vahos de alcohol”.
En 1915 esta cantina figuró en los anales del crimen como uno de los tugurios que frecuentaban los miembros de la Banda del Automóvil Gris, conformada por secuestradores y ladrones. Se cuenta que en una borrachera, un tal Lecuona, hombre de confianza del general Pablo González, le confesó a Santiago Risco, su compañero de parranda que ni la debía ni la temía, que el propio general firmaba las órdenes de cateo con que los asaltantes entraban a robar a las casas de familias pudientes. Al poco tiempo se detuvo a diez de los integrantes de la banda, pero también al señor Risco que conocía sus vínculos con las autoridades. En diciembre de ese año, el propio general González firmó la orden de fusilamiento de los inculpados, entre los que estuvo el inocente señor Risco, para prevenir que se convirtiera en un vulgar chismoso.
Para los años treinta, un cliente asiduo de esta cantina fue el periodista colombiano Porfirio Barba Jacob. Su cara alargada y maciza inspiró al guatemalteco Rafael Arévalo Martínez el relato: El hombre que parecía un caballo. Alcohólico, homosexual, sifilítico, mariguano y poeta, el verdadero defecto de Barba Jacob era ser tan pobre que acostumbraba descolgarse de las ventanas de los hoteles en que vivía para no tener que pagar el hospedaje. Despreciado por los escritores reconocidos, era muy querido por los jóvenes que lo acompañaban al Tío Pepe cuando tenían recursos para invitarle un coñac, o que lo seguían a continuar la parranda en su cuarto de hotel, donde oficiando como “pontífice máximo de la inefable yerba” inició en el consumo de la mota a Efraín Huerta y Octavio Paz, entre otros personajes. Antes de morir de tuberculosis en 1942, Barba Jacob confesó en un poema que su única ambición consistía en “bruñir mi obra y cultivar mis vicios”.
Otro de los visitantes distinguidos de Independencia 26 fue William S. Burroughs, escritor norteamericano de la generación beatnik, quien vino a México en 1949 huyendo de un juicio por narcotráfico y ávido de experimentar las sensaciones que le ofrecían los sicotrópicos nacionales. Burroughs, que acostumbraba andar armado y tenía una mala relación con la policía de su país, narra en su novela Yonqui (1953) el encuentro que tuvo con los agentes de la ley en esta famosa cantina. Cuando estaba en una mesa tomado tequila con tres mexicanos, mientras un hombre cantaba con su guitarra, entraron cinco policías. “Pensé que tal vez me registraran, de modo que me quité la pistola y la funda del cinturón y las dejé caer debajo de la mesa, junto con un poco de opio que llevaba guardado en un paquete de cigarrillos. Los policías se tomaron una cerveza en la barra y se largaron. Cuando metí la mano bajo la mesa, la funda estaba allí, pero la pistola había desaparecido”. De poco le sirvió a Burroughs perder su arma porque unos meses después consiguió en el mercado negro una pistola Star .380 automática, con la que mató a su esposa Joan Vollmer en una borrachera en la colonia Roma.
En el Tío Pepe se han filmado películas de los hermanos Almada. Aunque esta cantina no aparece en El complot mongol, sí sirvió de escenario para la segunda adaptación cinematográfica de la novela de Rafael Bernal. Sebastián del Amo, director de la película, decidió que era el marco perfecto para que Filiberto García encendiera nuevamente su Chesterfield.