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Gilberto Prado: El prodigioso Sugar Ray Robinson

Por: Staff FT 08 Feb 2016

Gilberto Prado:  El prodigioso Sugar Ray Robinson

Este video te puede interesar.  El prodigioso Sugar Ray Robinson Gilberto Prado Galán En los fatigosos listados de los mejores boxeadores profesionales de todos los tiempos un nombre infaltable, ineludible, es el de Sugar Ray Robinson. La frase es de Costantino “Cus” D’Amato, mánager y figura paterna de Mike Tyson, “Primero está Sugar Ray Robinson, […]

Sugar Ray Robinson dcc

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GILBERTO

 El prodigioso Sugar Ray Robinson

Gilberto Prado Galán

En los fatigosos listados de los mejores boxeadores profesionales de todos los tiempos un nombre infaltable, ineludible, es el de Sugar Ray Robinson. La frase es de Costantino “Cus” D’Amato, mánager y figura paterna de Mike Tyson, “Primero está Sugar Ray Robinson, y luego los diez mejores pugilistas del mundo”.

Como sabemos el boxeador nacido en Georgia (o en Detroit según su autobiografía) debe su apodo de combate a dos circunstancias: la habilitación del nombre de un amigo para poder boxear en ligas menores (pues Walker Smith Jr., verdadero nombre de quien sería una leyenda en tres divisiones distintas, no cumplía la edad para competir en esa justa) y el mote de Sugar impuesto por su entrenador George Gainford porque así era su estilo “dulce como el azúcar”. Un estilo, por cierto, imantado por la gracia y el carisma que fungían como contrapeso de la brutalidad a quemarropa de un deporte presidido por la saña. Cuando uno ve boxear a Sugar Ray Robinson entiende que la civilización puede darle una amorosa lección a la barbarie.

El hombre que dejó los estudios por los guantes realizó el número capicúa de 202 combates profesionales y lo asombroso es que en ninguno de ellos recibió la cuenta de diez. En el pleito contra Joey Maxim, agobiado por un calor que influyó incluso para cambiar al referee en el Yankee Stadium (finales de junio de 1952), el moreno no quiso salir al round número catorce. Y es cierto que en el episodio anterior, fulminado por una frustránea intentona de conectar –Ray Robinson se fue en banda- a Maxim, y derretido y mermado hasta el desahucio, se dirigió en el crepúsculo del capítulo a una esquina que no era la suya. El auxilio de sus hombres, con ventilación merced a una toalla alba, fue insuficiente. Y fue la única vez en casi trescientas peleas (si sumamos las amateurs) que el portento de Georgia rehusó proseguir un duelo. Al final de la reyerta Maxim dijo: “Hacía el mismo calor para los dos, y yo sí salí a la campana”.

Nadie habrá de dudar respecto de que en la lista de los diez mejores boxeadores de todos los tiempos descuellan Muhammed Alí, Joe Louis y Sugar Ray Leonard. Eduardo Lamazón, quien pondera a Robinson como número dos en la historia del pugilismo, coloca a Alí en séptimo, a Sugar Ray Leonard en décimo y a Joe Louis en décimo primero (El boxeo en números, p.59). Pues estos tres gladiadores del ring han considerado como el as de ases del boxeo profesional a Sugar Ray Robinson, el atildado boxeador que culminó sus días aquejado por el gesto irónico de padecer diabetes mellitus. Demasiada azúcar, dijo Jack LaMotta “y no sé cómo no me volví diabético” (se refería, por cierto, a las seis escaramuzas que libró contra Robinson). Es verdad que en los duelos personales perdió cero a dos con Harrington y con Pender y es verdad, asimismo, que de sus cuatro batallas contra Gene Fullmer sólo ganó una (dos reveses y un empate), pero nadie endilgó nocaut efectivo a quien se movía con una parsimonia y una astucia que además le posibilitaron, tras su primer retiro, dedicarse al baile y hacer negocios con su gran amigo Joe Louis.

Dice Pablo Neruda en los versos inaugurales del soneto LV (Cien sonetos de amor) algo que irriga los capilares de nuestra condición humana: “Espinas, vidrios rotos, enfermedades, llanto/asedian día y noche la miel de los felices/y no sirve la torre, ni el viaje, ni los muros:/la desdicha atraviesa la paz de los dormidos”. La vida de Sugar Ray Robinson, narrada con pulso sincero y emotivo en su autobiografía, padeció los rigores aleves de un destino oprobioso que incluyó la muerte por cáncer de una de sus hermanas, matrimonios desavenidos, padecimiento de Alzheimer en sus últimos días y, aún más, la malhadada premonición de que al promediar el año de 1947 habría de matar a Jimmy Doyle. Él soñó que mataría en el cuadrilátero a Doyle. La desdicha, en efecto, vulneró la paz del dormido. Un sacerdote lo disuadió y entonces Sugar Ray Robinson firmó su destino. Es cierto que Doyle no murió en el ring, pero también es cierto que unos cuantos días después una mano piadosa le cerraría los ojos, abatido por la paliza que le había propinado Robinson.

Es difícil trazar en unas cuantas líneas la majestuosidad de uno de los boxeadores  más espectaculares y efectivos de la historia de las categorías wélter, mediana y semi-pesada. Nuestro protagonista fue considerado por nadie menos que Julio Cortázar como “la flor final, donde la más perfecta conciliación del arte y la ciencia se llamó Sugar Ray Robinson” (La vuelta al día en ochenta mundos, tomo II, p. 128). Sé que sus victorias sobre Kid Gavilán y su par de enfrentamientos contra Carmen Basilio fueron joyas de inestimable estirpe. A Basilio, por cierto, le reclamó que le hubiese ganado la distinción del mejor boxeador del año. Una distinción que varias veces condecoró la pechera de quien noqueó  al mítico toro salvaje Jack LaMotta, un sobreviviente que frisa los 95 años y que recuerda con gratitud y cariño mayúsculos al hombre que ganó más de cuatro millones de dólares y que terminó sus días uncido al potro de la miseria. Hoy recuerdo al inmenso Sugar Ray Robinson, ese prodigioso esteta que nos iluminó la vida con sus peripecias sobre el ring y que guió el río de nuestras sonrisas hacia el más profundo mar de la verdadera alegría.

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