Gilberto Prado: Henry Armstrong
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Henry Armstrong: el reverendo asesino Hank
Gilberto Prado Galán
Cuando uno evoca la figura, diría Cortázar, casi mítica de Henry Armstrong piensa de inmediato en las palabras de Gabriel García Márquez habilitadas en susTextos Costeños: “Henry Armstrong después de colgar los guantes vistió un hábito de predicador” (“El reverendo Henry Armstrong”). Armstrong era un seudónimo que, como aquel del poeta Blaise Cendrars, tiene qué ver con el calambur o la descomposición silábica. En rigor era Arm-strong y su nombre verdadero, el de Melody Jackson, fungió como santo y seña de belicosidad en sus primeros pleitos.
El inicio de la carrera profesional de Armstrong fue adverso: perdió tres de sus primeros cuatro combates, pero el molino de viento o el asesino Hank como solían apodarle fue asentando sus aspas febriles hasta llegar a un punto cimero en 1937, año en que ganó 27 peleas y, salvo una, todas por nocaut. Ese impresionante rosario de triunfos inició en el umbral de enero en El Toreo de Cuatro Caminos de la Ciudad de México cuando doblegó a nadie menos que Rodolfo Chango Casanova. Ese año conquistó el campeonato de peso pluma al derrotar en octubre a Petey Sarron. El primero de los tres escalones hacia la fragua de lo indescriptible: ser campeón mundial de tres categorías de manera simultánea y, además, dar el salto de pluma a wélter para enfrentar en mayo de 1938 al incombustible Barney Ross, un hombre cuyo palmarés solo fue maculado por cuatro reveses. La batalla se celebró en el Madison Square Garden y dio vuelo a las analistas que presenciaron cómo Armstrong utilizaba, como recurso para abrir paso a los obuses de su mano derecha, su cabeza y sus hombros infatigablemente. En cada final de los asaltos uno percibe ese genuino entusiasmo que nos hace pensar en la etimología de una palabra que, en el crepúsculo de la vida del moreno, sería profética: porque Armstrong, en efecto, acunaba a un dios adentro, estaba poseído por el entusiasmo. Así lo evidenciaba su candidez granítica. En agosto derrotó a Lou Ambers y entonces troqueló con broche áureo la hazaña de los tres títulos sincrónicos.
Henry Melody Jackson Jr., nació el 12 de diciembre de en Columbus, Mississippi. Fue el hijo número once de los quince que tuvo aquel voluntarioso hombre honrado que fue su padre, un animoso peón de labores ferroviarias. En las venas de Armstrong se cruzaron la sangre negra, la irlandesa y la cherokee. Para valorar la urbanidad de Armstrong en el cuadrilátero tenemos que revivir el episodio trece de su duelo con Ross. El boxeador de color se acercó para preguntarle: “¿Cómo te sientes?”, a lo que Barney respondió: “Estoy muerto”.
A la flexibilización boxística de quien perdería con Sugar Ray Robinson en la recta final de su carrera y de quien tendría que soportar las mañas y artimañas del marrullero Fritzie Zivic corresponde un carácter espiritual asimismo proteico. Me explico. Armstrong fue trabajador de combate en su niñez y en su adolescencia, leyó un poema suyo en la graduación de High School, puso un bar (Melody Room en Nueva York), se tiró al vicio del alcohol tras su retiro como boxeador y vistió los hábitos de predicador baptista en sus últimos años. Sólo le faltó vender mole los domingos.
Su intentó por ser campeón en peso mediano, esto es, en cuatro de las ocho categorías entonces existentes fue frustrado por el filipino Ceferino García: reñido empate en marzo de 1940. Y es que Armstrong perdió la visibilidad de su ojo izquierdo. Dos años atrás Armstrong había vencido a García, pero en el Gilmore Stadium de California la gloria le escamoteó sus encantos.
A nadie sorprendió que tras su muerte en 1988, el día que alcanzó “el angélico instante de la serenidad” (Gabriel García Márquez dixit), el mundo pudo advertir que el corazón físico del ex boxeador era un tercio más grande que el de los mortales promedio. Se trataba del corazón de un guerrero impar. El molino de viento que logró 152 victorias con un fuelle o envión inimitable.