Romário: el show del chapulín
El brasileño demostró en su país, Europa y con la Verdeamarelha, el talento que, según él, recibió de Dios
Bajo el cielo claro de Los Ángeles, más de 94 mil personas llenaban el estadio Rose Bowl, pendientes de la final del Mundial de 1994, que decidirían Italia y Brasil en penales. La tensión era grande cuando Romário enfiló hacia el área, para cobrar el segundo tiro canarinho. Años más tarde, contaría: “Mientras caminaba, pasaban por mi mente mi infancia, mis padres, mis amigos, y la importancia de ganar ese título para la gente de Brasil”.
La Verdeamarelha tenía 24 años sin ganar el título, pero el número 11 brasileño no cedió a la presión. Se llevó las manos a la cintura, tomó distancia y cuando el árbitro silbó, se dirigió hacia el punto penal y mandó el balón al poste derecho, de donde fue a parar a la red. Su selección marcó luego dos penaltis más y los italianos solo uno, por lo que Brasil ganó su cuarta Copa.
Encima, Romário fue nombrado mejor jugador del torneo, gracias a su desempeño y a los cinco goles que marcó. Eran grandes lujos, muy distintos de los que había en el lugar en que el delantero había nacido, 28 años antes.
Cuerpo chico, boca grande
Jacarezinho es una favela de Río de Janeiro. La pobreza e incluso la delincuencia conforman el paisaje de aquel barrio; apenas en octubre de 2012, fue escenario de un operativo policíaco para arrestar a traficantes de armas y droga. Ahí es donde Romário nació, en 1966.
En enero de ese año, sus padres, Edevair de Souza y Manuela Ladislau escuchaban la radio en su casa, donde vivían con su hijo Ronaldo y su hija Zoraidi. Aún no tenían decidido el nombre del hijo que esperaban, cuando desde el aparato radiofónico llegó una idea. “¡Romário, el hombre diccionario!”, gritó el locutor, refiriéndose al protagonista del programa, quien desafiaba al público a decirle una palabra, asegurando que él conocía el significado de todas. A Edevair le gustó el nombre, y el 29 de enero, cuando el niño nació (“tan pequeño que cabía en una caja de zapatos”, según su madre), fue llamado así.
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Tres años después, la familia se mudó a otro barrio pobre de Río: Vila da Penha. Ahí, Edevair armó un equipo infantil, el Estrelinha. “Jugué ahí cinco o seis años”, recuerda Romário, quien desde que comenzó a caminar aprendió de su padre a patear y cabecear la pelota.
En 1979, uno de los rivales del Estrelinha se interesó por él, como él mismo cuenta: “A la gente del Olaria le gustó mi estilo y me invitaron a unírmeles”. Aceptó, pero su estancia duró poco, pues sus goles llamaron la atención de un club mucho más grande de Río: el Vasco da Gama, el mismo que lo había rechazado un par de años antes, por ser demasiado pequeño. Pero su talento los convenció y en 1981 lo llevaron a sus categorías inferiores.
O Baixinho (“bajito”, como le apodaron por su 1.68 m. de estatura), comenzó entonces a demostrar que además de talentoso, era mordaz. En 1985, ya en el primer equipo del Vasco pero aún sin haber debutado, le dijo un día a su técnico Antonio Carlos: “Profesor, yo juego mucho más que ese 10”, refiriéndose a Roberto Dinamite, la figura del equipo, que actualmente es el mayor anotador histórico de la liga brasileña. Eso fue una de las muchas anécdotas que demostrarían la personalidad de Romário.
La Seleçao
En 1985, ya habiendo debutado con el Vasco, Romário llamó la atención del seleccionador sub 20 de Brasil. Mostraba ya su técnica exquisita y sus cambios de ritmo alucinantes, con arrancadas endemoniadas y enfrenones abruptos que desquiciaban a los rivales. “Desde entonces tenía una capacidad técnica destacada”, asegura Gilson Nunes, quien lo convocó al grupo que se preparaba para el Mundial Sub 20 que se jugaría en la URSS.
Pero la joven promesa no llegó al torneo: Nunes dijo que habían sorprendido al muchacho corriendo desnudo por los pasillos del hotel donde se concentraban, en Copacabana, y decidió sacarlo del equipo. Sin embargo, en 2006, el padre de Romário dio otra explicación: “Sedujo a la mujer de Nunes en el hotel”. El técnico lo niega, pero cualquiera que fuera el motivo, lo problemático del atacante se dio a conocer.
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Doña Lita, como se conoce a la mamá de O Baixinho, asegura que “esa fue la mayor decepción que sufrió en su carrera”.
Pese a ello, Romário tendría una nueva oportunidad con la Canarinha. En los dos años siguientes al lío aquel, fue Campeón de Goleo del torneo Carioca, por lo que en mayo de 1987 Carlos Alberto Silva lo llevó a la selección mayor, con la que marcó por primera vez, en su segundo partido, ante Finlandia.
Los éxitos continuaron: con el Vasco ganó su segundo título del Carioca y luego, cuando tenía 22 años, fue a los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. Aunque Brasil tuvo que conformarse con la plata, al caer en la final contra la URSS, él logró dos premios: el liderato de goleo del torneo, con siete tantos, y su pase a Europa, pues el PSV se lo llevó por 5 millones de dólares.
Enviado de Dios
En Holanda, O Baixinho siguió llenando su palmarés con títulos y las redes enemigas con goles. Ni la añoranza del calor de Río de Janeiro provocada por la fría Eindhoven disminuyó la calidad de sus remates, que ayudaron al PSV a ganar tres ligas, mientras que él se consagró máximo romperredes tres veces.
Su técnico con los Granjeros, Guus Hiddink conserva una gran impresión del brasileño: “Es el jugador más interesante con el que he trabajado. Marcaba goles fácilmente y siempre prometía anotar”. Hiddink tiene un recuerdo especial sobre la personalidad de Romário: “Antes de los partidos importantes, venía y me decía: ‘Entrenador, tranquilo, Romário va a anotar y ganaremos’. Y en ocho de cada 10 de esos juegos, hacía el gol del triunfo”.
Aún así, guardaba tantos decisivos también para su país, como el que dio el título de la Copa América de 1989 a la Verdeamarelha ante Uruguay en el Maracaná.
Pero sus conquistas no impidieron que siguieran sus conflictos en la Selecao. “En 1992 me enojé por alguna decisión del técnico Carlos Alberto Parreira y lo hice obvio”, dice Romário, quien fue excluido del equipo durante casi toda la eliminatoria rumbo al Mundial del 94. Sin embargo, sabía que volverían a llamarlo, como afirma: “Siempre lo hacían”.
Así fue. Para el último partido, disputado en 1993 ante Uruguay, cuando Brasil estaba en riesgo de quedar fuera del Mundial, O Baixinho fue convocado, e hizo las dos anotaciones que dieron el pase a Brasil. Ante la contundencia del jugador, Parreira dobló las manos: “Dios mandó a Romário”.
Cuando aquello ocurrió, el delantero había cambiado Holanda por España. El Barcelona era su nuevo club y desde su llegada había dejado clara la fe que se tenía: “Haré 30 goles”. Sonó a fanfarronada, pero al final de la campaña, el crack ganó el Pichichi exactamente con esa cantidad de tantos.
Y eso que era un trasnochador empedernido que llegaba tarde a los entrenamientos. Aún así, Romário cuenta que su técnico, Johan Cruyff, le daba libertad: “Me decía: ‘Si sales de noche, pero al día siguiente anotas y ganamos, no hay problema’”. Johan justificaba esa confianza diciendo: “Es único, en el campo puede transformar un área del tamaño de un pañuelo en un latifundio. Solo necesita un metro cuadrado para recibir el balón, quitarse a su marcador y tirar a gol”.
El Barca ganó la liga en 1994, y luego él levantó la Copa del Mundo, por lo que el crack describe ese año como “el más grandioso de mi vida profesional”.
El triunfo en Estados Unidos le supo aún mejor a Romário porque contrastaba con su actuación en el Mundial de 1990: “En Italia pude saborear la Copa muy poco”, explica el crack, quien llegó a aquel torneo fuera de forma, pues apenas se había recuperado de una fractura de peroné, pero no estaba a su nivel, y terminó jugando solo 65 minutos, sin marcar ni una vez.
En cambio, el del 94 fue su Mundial. Además de marcar en los tres juegos de fase de grupos, su sociedad con Bebeto fue clave para el Scratch do Ouro: en octavos de final O Baixinho asistió para el tanto de la victoria a su compañero, y este devolvió la cortesía en cuartos. Bebeto entró al área de Holanda por la izquierda, levantó la cabeza, vio la llegada de Romário por el centro y le envió un centro apenas elevado que el 11 remató con la parte externa del botín derecho, saltando y de bote pronto; casi una estampa de ballet.
“Fue el gol más importante que hice en el torneo, por la dificultad del tiro y porque Holanda fue nuestro rival más duro”, afirma Romário, quien todavía en la semifinal contra Suecia hizo un tanto más, también inolvidable para él: “Con mi 1.68 de alto, salté y marqué entre jugadores que medían 1.84”.
Momentos así hacen que el 11 proclame: “Tuve el mejor desempeño de mi vida en ese torneo”. Quizá por eso cuando volvió a Brasil para celebrar el título, la euforia fue demasiada; tanto que alargó sus vacaciones sin permiso del Barcelona, y mientras él se divertía en fiestas y hacía campañas publicitarias y de caridad, hasta las playas de Río llegó el mensaje de Cruyff: “No es necesario que regrese. Basta con que envíe por correo un cheque por 12 millones de dólares, que es el valor de su pase”.
El brasileño volvió finalmente, pero según su compañero en el club, Hristo Stoitchkov, “su cuerpo estaba ahí, pero su mente nunca volvió de Brasil”.
Las siguientes dos campañas su rendimiento bajó mucho; eso y sus enfrentamientos con Cruyff lo llevaron a dejar el club en 1995.
Disgustos y peleas
Brasil le abrió los brazos y Flamengo lo recibió. Eso le rompió el corazón a su padre, quien había odiado siempre al Fla y repetía iracundo: “¿Romário en Flamengo? ¡No puedo creerlo!”. La explicación de su hijo era: “Volví porque amo a mi país y a mi madre”. Pero ni esta última estaba feliz: “Río es muy violento, temo que lo secuestren”.
Para alivio de Doña Lita, su muchacho no se estableció del todo en Brasil. En los siguientes dos años, cambió de residencia un par de veces entre Río y Valencia, pues los Naranjeros lo ficharon, pero entre indisciplinas, discotecas y faltas a los entrenamientos, su paso ahí fue anecdótico.
Llegó 1998 y Romário sufrió otra gran decepción con la Verdeamarelha, con la que había trabajado rumbo a Francia 1998. Sin embargo, una lesión de pantorrilla le robaría el chance de brillar de nuevo en un Mundial. El técnico Mario Zagallo lo llevó incluso a Francia, esperando que se recuperara antes del plazo final para entregar la lista de seleccionados, pero no fue así. O Baixinho fue cortado del grupo y en la conferencia de prensa en la que se dio la noticia, rompió en llanto. “Hay mucha gente feliz con mi salida del equipo”, fue la frase que lanzó apuntando a Zico, el asistente de Zagallo que sugirió dejar fuera al 11.
El golpe fue duro, pero el crack de Vila da Penha se recuperó y siguió haciendo lo que mejor sabía: goles. Durante los siguientes cuatro años, Río de Janeiro presenció continuamente la imagen clásica de Romário: los brazos levantados hacia los lados y el rostro casi impasible. Lo hizo igual con Flamengo, Vasco da Gama y Fluminense, e ilusionó a la afición con la posibilidad de un último Mundial.
La oportunidad llegó cuando Luiz Felipe Scolari lo convocó a la Canarinha para un duelo eliminatorio en 2001, pero el carácter de Romário volvió a traicionarlo. El rumor decía que había metido a una mujer a su habitación en la concentración brasileña; cierto o no, Felipao lo dejó fuera del equipo, pese a que O Baixinho convocó a una rueda de prensa en la que suplicó que lo llevaran.
Tras aquella pena, Romário cambió de equipo en los siguientes años, con más rapidez y no solo en Brasil. Tuvo breves etapas en Qatar, Estados Unidos y Australia de 2003 a 2006, año en que cumplió 40 años; y aunque sus fugacidades en ligas menores parecían poco relevantes, contribuyeron a lograr un objetivo que tenía en mente: marcar su gol 1000.
La última gloria
Durante su carrera, Romário había dejado claro que no le gustaba entrenar (“¿Para qué -decía-? Sé lo que tengo qué hacer”). Sin embargo, en su afán por conseguir la histórica marca, comenzó a disciplinarse.
Pese a ello, su propósito no estuvo exento de polémica, pues se cuestionaban las cuentas del crack. Pelé, por ejemplo, ironizó: “Él cuenta hasta los goles en el fut-volley”.
Aún así, nada impidió que el 20 de mayo de 2007 ante el Sport Recife, y vistiendo la playera del Vasco, O Baixinho alcanzara el sueño de las mil dianas, con un penal.
Esa gloria se vio ensombrecida a finales de año, pues en un control antidoping dio positivo por finasterida. La sanción que le dieron fue de dos meses, pero se demostró que no había consumido la sustancia para mejorar su rendimiento, sino porque esta se encontraba en un remedio contra la calvicie que consumía, por lo que fue absuelto; ante ello, Romário no pudo contener las lágrimas y explicó: “Quería salvar mi honor”.
Esa podría considerarse la última gran victoria del crack, que en marzo de 2008, aún con el Vasco da Gama y con 42 años de edad, decidió dejar el futbol: “Ya no puedo hacerlo”. Sin embargo, se despidió con una frase a su estilo: “Cuando yo nací, Dios me señaló y dijo: ‘Ese es el elegido’”.