Expedición Rosique: El último latido del Coloso
Antonio Rosique nos cuenta lo que representa el Estadio Azteca
POR: Antonio Rosique
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50 años Estadio Azteca: El último latido del Coloso
Aceptó su muerte de pie, como mueren los árboles. Cuando se cumplió la hora, la tierra se estremeció. Una parvada de pájaros salió volando. Escuchamos primero una implosión sorda; luego, un quejido metálico. Era el fin de una época. El coloso legendario había cumplido, noble y glorioso, con su destino. Tras desplomarse, una gigantesca nube de polvo se formó en el cielo. Cuentan que se vio hasta San Jerónimo. Dicen algunos que tomó la forma de Maradona, cuando anotó con “La Mano de Dios”. Otros creyeron haber visto en ella la silueta de Pelé con el puño en alto, cargado por Jairzinho. Lo cierto es que bastaron 4.2 segundos, para que el cíclope cayera desmembrado, irreconocible.
“Fue la mano de Dios” (Diego Maradona, sobre su º gol frente a Inglaterra en el Mundial ’86).http://t.co/H3eeobIVVO pic.twitter.com/2GsIlhBzWD
— Torito Casale (@viejocasale) 21 de febrero de 2015
Corría el año 2056. Yo estaba allí esa mañana, sobre la Calzada de Tlalpan, detrás del cordón de seguridad. Del otro lado, máquinas excavadoras y camiones de volteo, enfilados para recoger los restos. Hacía varias semanas que el viejo estadio estaba sin pasto ni butacas. Yo me había negado a comprar esas reliquias. Éramos unos mil los que acudimos a despedir a ese entrañable gigante que una vez nos llenó los ojos de maravillas. Ancianos, casi todos, crecimos marcados por el Mundial de 1986 y por las leyendas de aquella arena mítica por donde desfilaron imponentes Pelé y Maradona, Beckenbauer y Lineker, Rivelino y Rummenigge, pero también Reinoso y Santos, Zague y Aguinaga, Marín y Zelada, Hermosillo y Cuauhtémoc… Junto a mí estaba un hombre que había vendido cervezas en la tribuna “General”, durante 40 años. A su lado, la exdueña de un palco, tercera generación de una familia que lo compró en 1966. Lloraban discretamente. Aunque durante años tratamos de evitar la destrucción para preservar el Estadio Azteca como monumento nacional, el dinero pudo más que la memoria. Siempre puede más. En el fondo sabía que ese desenlace era inevitable y que correspondía al cumplimiento de un destino.
GENERADOR DE RECUERDOS
Mi generación vio caer el Boston Garden en 1997, el estadio de los Tres Ríos de Pittsburgh en 2001, Wembley y sus torres en 2003, el estadio Da Luz, en Lisboa, en 2003, Highbury, vieja casa del Arsenal de Londres en 2006, el Yankee Stadium en 2008, el Texas Stadium en 2010… Todos ellos fabulosos contenedores degloria. El Azteca fue el último de esa estirpe colosal en morir. Para los que amamos el futbol, el Coloso de Santa Úrsula fue un poderoso generador de recuerdos. Todos tenemos una historia ahí. Me veo sentado en las piernas de mi padre, a los cuatro años, durante un América-Atlante; mi primera vez. Ahí estoy de nuevo con él, viendo una batalla campal entre América y Chivas en 1986; y juntos otra vez, haciendo la “ola” y aplaudiendo con asombro a Hugo Sánchez en el Mundial. Los años pasan y sigo ahí, en “Especial Alto”, donde me gustaba sentarme, con mis amigos de la preparatoria, para ver a Luis García anotarle al América en la final de ida de la temporada 90-91. Vuelvo al presente y contemplo el hueco que ha dejado la demolición. Los helicópteros sobrevuelan el perímetro. Mi corazón me obliga a regresar a las gradas de ese fantasma una y cien veces: al concierto de Michael Jackson en el 93, y también al de Elton John; a la pelea de Julio César Chávez, y a la final de la Confederaciones en el 99; a mis primeras coberturas como reportero viendo al Toros Neza de Mohamed golear al Atlante de Mejía Barón, o las transmisiones desde la cancha en los juegos de la Selección Nacional.
Son esas memorias las que unen nuestra vida; son esos instantes los que le dan orden a nuestra existencia sobre la línea del tiempo. Esos recuerdos son pequeñas banderas que identifican una época personal. Gracias a ellas, sabemos en qué año escolar íbamos, con quién jugábamos, a quién amábamos. Cuando se disipó la nube de polvo, se escuchó un aplauso espontáneo, solemne, a la memoria del gigante. Tardamos varios minutos en irnos de allí. El nuevo Estadio Azteca se había levantado un año antes, justo atrás, sobre el antiguo estacionamiento que colinda con Santa Úrsula. Era un complejo brillante, de última generación, con hotel, cines, casino, restaurantes, tiendas, teatros, pasillos alfombrados, escaleras eléctricas, cientos de pantallas… Era lo que necesitaba el futbol mexicano, lo que necesitaba la Selección. “Allí hubo una vez una cancha de futbol”, pensé al ver los escombros. “Allí se marcó una vez un gol maravilloso, o dos, o cien…”. El viejo Estadio Azteca había cumplido su misión en el universo. Moría el Coloso, pero se queda su alma. Polvo de estrellas, terreno sagrado. Pelé, Maradona, México, un gol, una hazaña, mi padre, mis amigos, yo… Tú. Año 2056.